Por Manuel Zafra Víctor, profesor titular de Ciencia Política y de la Administración Pública en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología, Universidad de Granada. Publicado en El País el 1/08/2013.
Tras el dictamen del Consejo de Estado sobre el anteproyecto de fecha 24 de mayo, el día 15 de julio apareció un texto coherente con las recomendaciones del órgano consultivo: había desaparecido el coste estándar, la innovación más radical de la propuesta que obligaba a los municipios a una autoevaluación para la prestación obligatoria de servicios públicos. Si el resultado era negativo, el servicio aquejado pasaba a la diputación provincial. El Consejo de Estado avisó, no solo de las deficiencias técnicas y jurídicas en la elaboración del coste estándar; dejó claro que la prestación de servicios, conforme a un parámetro fijado reglamentariamente, privaba a los Ayuntamientos de capacidad para ordenar y gestionar las materias o actividades de su competencia cuestionando la constitucionalidad de la autonomía municipal. El Gobierno recogía las sugerencias, plegaba velas y suprimía el coste estándar y sus efectos jurídicos para municipios y provincias.
Una semana más tarde, el día 22 de julio, el Gobierno puso en circulación otro texto donde recuperaba, bajo otros términos, el contenido de las versiones anteriores: el coste efectivo y la prestación provincial de determinados servicios municipales en abierta oposición a las indicaciones del Consejo de Estado. Es cierto que el coste efectivo no equipara sus consecuencias a las previstas para el coste estándar, pero de forma indirecta aparece como una magnitud clave para la autonomía municipal. En la regulación propuesta la provincia, en municipios con población inferior a 20.000 habitantes, coordinará la prestación de algunos servicios. Para que un municipio pueda prestar algunos de estos servicios es necesario que la diputación acredite, a solicitud del municipio, que los prestará a un coste efectivo menor. Si el coste estándar era el criterio para la conservación o pérdida de las competencias municipales, el coste efectivo se erige en condición para recuperarla. Si antes las diputaciones podían apreciar la ventaja comparativa de la provisión provincial de determinados servicios, ahora se les atribuye la competencia para prestarlos.
Además de una regulación plagada de deficiencias (la previsión, en otro artículo, de prestación genérica de servicios supramunicipales según las exigencias del Plan Provincial de Obras y Servicios), el proyecto, como los anteproyectos, incurre en una contradicción fundamental: la provincia asiste y suplanta a los municipios en la clamorosa paradoja de no relacionar ambas funciones. Si la provincia asiste bien a los Ayuntamientos para que su baja capacidad de gestión no los prive de competencias, difícilmente se explica que, por la misma razón, los suplante; es decir, si los suplanta es porque no los asistió adecuadamente. La nueva regulación se yuxtapone a la antigua y, al mismo tiempo, la provincia asiste al municipio en la prestación de determinados servicios mínimos y los suplanta para el mismo objetivo, sin saber cuando debe asistir y cuando suplantar.
El proyecto deshace la configuración constitucional de la provincia como agrupación de municipios y la realza como división territorial para el cumplimiento de los fines del Estado, en este caso el recorte presupuestario, eufemísticamente justificado bajo las expresiones de racionalización y sostenibilidad.
En todo lo relativo al coste estándar y las competencias provinciales, el proyecto desoye al Consejo de Estado pero, incomprensiblemente, el dictamen avala un aspecto menos debatido aunque de gran trascendencia. Las bases estatales reducen el núcleo esencial de la autonomía municipal; educación, salud o servicios sociales caen del listado que obliga a los legisladores estatal y autonómico a asignar competencias a los municipios, pero lo sorprendente es lo establecido en las disposiciones transitorias, donde las competencias suprimidas a los municipios se atribuyen a las comunidades autónomas. El estupor que suscita la nueva regulación obliga a un doble análisis. En primer lugar, el legislador básico desconoce el principio dispositivo imponiendo a las comunidades autónomas determinadas competencias y priva a los municipios de competencias asignadas por los legisladores sectoriales autonómicos; en segundo lugar y analizado el problema desde otra perspectiva, el legislador básico impide a los legisladores autonómicos la atribución de competencias propias a los municipios en educación, salud y servicios sociales, materias, las dos primeras compartidas con el Estado y la última de exclusiva competencia autonómica.
Se llega así a un estadio en la dinámica sin precedente en el Estado de las autonomías: las bases estatales no fijan mínimos que las comunidades autónomas desarrollan, amplían o precisan sino máximos que no pueden mejorar; no delimitan en negativo las competencias autonómicas sino que las definen en positivo. Irónicamente el municipalismo se había dirigido al Estado como protector de su autonomía frente a la avidez autonómica; con lo recogido en el proyecto, el Estado se alza como guardián de un máximo de autonomía municipal contra las mejoras que las comunidades autónomas quisieran implantar. En este sentido debe interpretarse la Disposición Adicional Primera cuando prescribe la aplicación de la reforma a todas las comunidades autónomas, sin perjuicio de las competencias exclusivas sobre régimen local asumidas en sus Estatutos de Autonomía. Esta malhadada técnica (artimaña) jurídica que recurre a la cláusula “sin perjuicio” no debe ocultar una idea clara: la reducción del mínimo de la autonomía municipal, legalmente configurado por el legislador estatal, no vincula positivamente al legislador autonómico; por el contrario, ve ampliado su margen de maniobra, de tal forma que, por ejemplo, la ley catalana de servicios sociales, donde se reconocen a los municipios la gestión de servicios sociales comunitarios, en desarrollo de la previsión del estatuto reformado, no queda desplazada por la nueva legislación básica. Las desatinadas consideraciones formuladas por el Consejo de Estado en este punto no deben tampoco desviar la atención: los estatutos de segunda generación no pueden ocupar el espacio constitucionalmente reservado al legislador básico, pero por razón análoga, el propio de los estatutos tampoco admite usurpación del las bases estatales. Los títulos competenciales del Estado no autorizan a delimitar en positivo las competencias autonómicas, si así fuera, fraudulentamente, el legislador estatal habría cruzado el umbral del legislador de armonización incumpliendo las exigencias constitucionales del artículo 150.3.
La desolación política y jurídica provocada por la tramitación de esta reforma surge como contraste al curso que debiera haber seguido: un pacto de Estado, de carácter constituyente, que dignifique el gobierno local y, definitivamente, gane la condición de un nivel de gobierno y deje de ser, en este caso, objeto de recorte presupuestario.
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